Manzanillo y los piratas: historias de vientos, mares y leyendas

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  • 4 semanas hace
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El rumor del mar llega a Manzanillo como un susurro antiguo, una promesa que se repite con cada ola que rompe en la orilla. La ciudad, nacida en el siglo XVI en la costa oeste de México, late entre el filo de la tradición pesquera y la respiración de ser el puerto de altura mas importante del país. Entre esos latidos se cuela una memoria: la presencia de piratas que cruzaron sus aguas y dejaron huellas discretas en la piel del puerto.

No eran figuras uniformes, sino fragmentos de una historia más grande que el tiempo: episodios entrelazados con la geografía de bahías protegidas, caletas escondidas y rutas de mercancía que iban del oro y la plata de Nueva España a tesoros más simples y cercanos—madera, aserrín, pesca. Manzanillo ocupó, en esa danza de veleros y carabelas, un lugar estratégico gracias a su puerto natural y a un litoral que parecía infinito, listo para ser recorrido o defendido.

Él Galeón de Manila”, procedente de Filipinas y con destino a Acapulco, Gro, encalló en ocasiones en el Puerto de Manzanillo, en el astillero de Salagua rumbo a Acapulco. 

En la época colonial, las costas de Colima eran un mapa de incursiones posibles: corsarios que olfateaban la oportunidad de saquear naves españolas o de tejer alianzas con redes de contrabando. Las autoridades virreinales, conscientes de la fragilidad de las rutas comerciales, levantaron defensas y protocolos, y, en pueblos cercanos, nacieron historias de vigilancia constante. Guardianes de la costa, patrullas en la línea de agua, refugios secretos donde, dicen las leyendas, los piratas discutían sus planes o escondían tesoros que el tiempo no ha querido entregar por completo.

La vida diaria de Manzanillo respiró también a través de esas presencias: muelles que se levantaban como brazos para abrazar el comercio, herramientas de navegación que cambiaban de manos con la marea, y una economía que encontró en la vigilancia de las rutas marítimas una parte de su sustento. Con los años, la sombra de la piratería fue cediendo ante una era de mayor estabilidad, cuando el puerto volvió a brillar como punto de encuentro como la entrada de la ruta entre el Pacífico Sur y el interior de México.

Hoy, Manzanillo es conocido por su puerto de altura, sus playas y su entorno natural.

Al caminar por sus calles y escuchar el murmullo del oleaje, se siente, en esas playas no turísticas, de difícil acceso,  que la historia de los piratas no está confinada a crónicas viejas. Vive aquí, entre la brisa y la sal, como un recordatorio de cómo el mar ha moldeado la vida, la economía y la imaginación de esta región. No como un museo de batallas, sino como una memoria en movimiento: una historia que sigue susurrando al oído de quien escucha la casa y el puerto, la calma y la tormenta, el ir y venir de las olas, anunciando tormentas, huracanes, tempestades o calma, tranquilidad y bonanza

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